Por Migiuel Ángel Isidro
La noche del martes 5 de noviembre, me encontraba en el centro de la ciudad de Berkeley, California.
Necesitaba hacer tiempo para encontrarme con mi esposa, así que me metí a un bar. Un grupo de simpatizantes del partido demócrata, con camisetas y botones de Kamala Harris veían los televisores del local que transmitían el seguimiento de la jornada electoral de ese martes.
Eran poco más de las 9 de la noche, y en todos los reportes las predicciones apuntaban a un triunfo arrollador del candidato republicano, el ex presidente Donald Trump.
El golpe más fuerte para los parroquianos vino cuando aparecieron en pantalla los resultados preliminares de California. Y no era para menos: prácticamente la mitad del mapa de la entidad gobernada por el demócrata Gavin Newsom aparecía pintada de rojo. Los republicanos prácticamente arrasaron en todas las zonas rurales, conservando para los demócratas únicamente la franja costera y los principales núcleos urbanos. El resto del territorio se inclinó hacia Trump.
“Sírvame un tequila doble. Necesito algo fuerte para enfrentar esto”, dijo a la bartender una mujer de mediana edad con playera y gorra azul, que había estado tomando notas. Su expresión era de profunda tristeza.
Sin duda alguna la jornada electoral del pasado “Súper Martes” fue completamente sorpresiva para propios y extraños. Si bien durante semanas los pronósticos planteados por varios analistas y medios especializados apuntaban hacia una cerrada disputa entre demócratas y republicanos, pocos anticiparon lo que al final de cuentas ocurrió: un arrollador triunfo de Donald Trump y de los candidatos republicanos, que obtuvieron una amplia mayoría en la elección presidencial, el Senado, la Cámara de Representantes y la mayor parte de las gubernaturas en disputa. Por si fuera poco, desde hace cinco años cuentan con mayoría en el Poder Judicial norteamericano, con las designaciones hechas por el propio Trump en su pasada gestión, y que se reforzará aún más con los reacomodos previstos para el año próximo.
¿Cómo fue posible un triunfo tan arrollador de un candidato tan controversial como Donald Trump, acusado de 34 delitos graves, condenado por uno de ellos y que enfrentó dos procesos de destitución; portador de un discurso racista y misógino, en tiempos como la actuales, en los que pareciera privar el discurso del progresismo y lo “políticamente correcto”?
Para muchos observadores, el Partido Demócrata pareciera haber hecho todo lo necesario para construir su propia derrota.
En primera instancia, por haber consentido los afanes reeleccionistas del presidente en funciones, Joe Biden, a pesar de sus mediocres resultados y de su evidente incapacidad física para competir por un segundo periodo.
El afán protagónico de Biden no sólo minimizó el trabajo y la figura de su vicepresidenta Kamala Harris, sino que la hizo perder un tiempo valioso que la hizo emprender una campaña presidencial tardía y en franca desventaja frente a Trump.
Por otra parte, habría que advertir que el Partido Demócrata cometió un gran error. Al buscar abstraerse de las críticas hacia el gobierno de Biden, por sus cuestionables decisiones en materia de política exterior y sus mediocres resultados en materia de economía doméstica, perdió contacto con la base social, especialmente con los estratos más bajos de la pirámide socioeconómica, mismos que terminaron pasándole factura a la candidata Harris.
Trump, por su parte, hizo lo que todo buen populista sigue como manual: capitalizó el descontento, hizo suyo el repudio de sus conciudadanos contra la oleada migratoria y el tráfico de drogas duras y aprovechó el enojo de las clases más desfavorecidas por las adversas condiciones económicas derivadas de la pandemia. Por si fuera poco, se dio el lujo de sobrevivir a dos atentados en su contra, lo cual ya representa el colmo de los máximos miedos de la cultura política norteamericana, que sigue horrorizada ante el atentado que le voló los sesos a John F. Kennedy, hace ya 61 años.
Como dato curioso, y para alivio del desastroso escenario para la causa de los demócratas, cabe observar que aún haciendo un excelente trabajo en su nuevo mandato, Trump estaría impedido legalmente para postularse a un nuevo ejercicio en 2028.
Según la Enmienda 22 de la Constitución de Estados Unidos, ratificada en 1951, ninguna persona puede ser elegida para la presidencia más de dos veces. Además, si alguien ha ocupado el cargo de presidente por más de dos años en un mandato al que fue electa otra persona, esa persona solo puede ser elegida una vez más para el mismo cargo. Esta disposición asegura que ningún presidente pueda extender su mandato indefinidamente, y establece un límite claro sobre el tiempo que una figura política puede ocupar el poder.
De tal suerte que, para cuando los demócratas alcancen a asimilar qué clase de tren los embistió, podrían estar en posibilidades de recuperar el terreno perdido, siempre y cuando se atrevan de una vez por todas a avanzar en el relevo generacional.
Los resultados de la elección presidencial , en donde Donald Trump se habría alzado con el triunfo por 295 votos electorales por 226 de Kamala Harris de acuerdo con el más reciente recuento publicado por la Associated Press, también arrojan distintas lecturas que vale la pena puntualizar.
Por un lado, la avalancha republicana ha terminado por echar por tierra el mito del “voto latino” que las corrientes del progresismo norteamericano han tratado de construir como parte de una narrativa sobre la construcción de un supuesto “nuevo mapa” de las minorías en los Estados Unidos.
Según el recuento oficial, el 53% de los hombres hispanos que votaron lo hicieron por Trump, frente al 37% de mujeres. Trump logró su mejor resultado histórico (45%) en la comunidad latina, lo cual refleja el descontento de las comunidades rurales con el pobre desempeño del gobierno de Biden en materia de empleo y economía. En términos pragmáticos, los habitantes de la “deep America” quieren tener trabajos mejor pagados, combustible barato, alimentos y servicios a bajo costo y mejor acceso a beneficios sociales, más allá del espejismo de los buenos números macroeconómicos que tanto defienden los demócratas.
Por otro lado, es evidente el hecho de que la alta concentración de poder de la que gozará Trump en su segundo mandato le brinda mayores posibilidades de sacar adelante sus propuestas de campaña, aún las más controversiales, como las enfocadas a la deportación masiva de migrantes, las imposición de aranceles a las importaciones chinas y mexicanas así como reformas radicales en materia de educación pública, salud, seguridad y justicia. Los demócratas poco podrán hacer para enfrentarlo.
Y es precisamente éste futuro estado de cosas el que permitirá observar otra perspectiva acerca de la excesiva acumulación del poder por un solo partido o persona en el marco de una democracia moderna. En México, el oficialista partido Morena ha defendido la agenda reformista retomada por la Presidenta Claudia Sheinbaum argumentando que se trata de un mandato popular expresado en las urnas, con el respaldo de 36 millones de votantes. Bajo esa misma lógica, ¿podrían cuestionar la controversial agenda del Presidente Trump?
Lo cierto es que de vienen tiempos complicados.
Y en este contexto, hay que advertir que Trump regresa al poder completamente recargado, con el público respaldo de grandes capitales corporativos representados por personajes igualmente polémicos como Elon Musk y Jeff Bezos.
Los sectores progresistas que pensaron que desde las redes y plataformas digitales podrían influir en el ánimo de los electores se han llevado una amarga cucharada de su propia medicina.
En la actualidad, la evolución de las comunicaciones cibernéticas han dejado de lado el espacio de lo políticamente correcto. Internet y redes sociales se han convertido en un campo de batalla donde prevalece lo anticonvencional, lo políticamente incorrecto y los mensajes alejados de los formalismos. Si bien las corrientes progresistas han sabido desarrollar importantes campañas desde el ciberespacio, la derecha también ha tenido tiempo suficiente para entender el juego y meterse a la competencia.
El reto ya no es a cuántas personas puede llegar el mensaje, sino a cuántas personas se puede manipular con el mismo discurso colocado en distintos contextos. Los críticos de Trump lo han llevado a una posición privilegiada al multiplicar gratuitamente sus frenéticos mensajes.
Así que, al igual que la asustada parroquiana demócrata del bar de Berkeley, bien valdrá la pena tomarnos “algo más fuerte” para asimilar lo que está por venir.
Veremos y comentaremos.
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